martes, 6 de abril de 2010

Sobremesas (Parte Uno)

Presentación
Mesa 2. Estética y Filosofía del Arte: Crisis y Actualidad

Hay una mesa, pero hay más de una. Sería el dilema de entrada, que es el que ha acompañado a la filosofía, la política y la estética a veces sin salida: lo uno y lo múltiple, el monismo, el singularismo o el pluralismo, la individuación o la individualización (por lo tanto, la pregunta por el nos-otros, por el yo y los otros), el todo y la parte (la parte sin parte del todo). Dilema de las (p)artes. ¿Debiéramos decir arte o artes?
Hay una mesa, pero (o bien) hay más de una. Sí, lenguajes, lenguas, palabras, visibilidades. Esto no es una mesa. Podría ser mensa, table, tisch, tabla, altar, pupitre, estrado, ensamblar personas en una asamblea, la plana y lo plano. ¿De qué madera están hechas las mesas de plástico? Materia y sentido. ¿La mesa es emblema de consenso o disenso, de diálogo, monólogo o del guardar (el) silencio? Trauma del infante, del in-fans, ¡no se habla con la boca llena! (de comida, de palabras, de saberes y sapideces), ¡se queda sentado en la mesa hasta que termine! (de estudiar, de comer, de llorar, de definir un concepto, de empezar).
¿Cuándo empezaron las mesas? ¿Las paredes eran ya la mesa? Estas preguntas podrían estar hechas desde una cama, que hace las veces de mesa. Hace de suelo la mesa, de mesa el suelo, como una última cena. No es un delirio precolombino sostener que el mundo ha sido plano. Sobre la mesa se desplegaron los mapamundis, se ajustó el globo terráqueo, se apoyó el periódico y se encumbraron las pantallas, que ahora también son mesas. Mesas altas, mesas bajas. Mesas patas arriba. Hay debajo de la mesa. Chicles, piernas y manos cruzadas, paseo del animal y del niño. ¿La mesa concentra? ¿Alguien pondría el florero en el borde? Mesa de centro, ser centro de mesa. Ceremonia de poner y quitar la mesa mientras la mesa sigue ahí. Mesa de póker, billar, tenis de mesa, ajedrez. Las cartas sobre la mesa. Mesa-casa para protegerse durante un temblor de tierra, las mesas desplegadas en la ruta de los deportados, soporte de tantos timbres de pasaporte, la mesa en la que el dictador da lectura a su bando luego del golpe (a la mesa, al Estado, a la máquina de escribir), la mesa en la que dormita el oficinista, en la que se desvanece el vaho de una taza caliente recién levantada, en la que queda la grasa y el tacto dactilar de la mano inquieta, en la que se desordenan los discos compactos y las viñetas, en la que se derrama el vino durante el duermevela, la mesa en la que se enredan los audífonos donde antes se desenredaba la madeja, la mesa en la que se consume la vela, en la que se ralla y se marcan las rayas, en la que se reza, maldice y empuña, la mesa-bodegón en la que cae la mirada del pintor, la mesa en la que el lápiz pulsa una arritmia nerviosa mientras se oye el partido, la mesa que aguantará la botella o el vaso de agua -el vaso con agua nos corregiría un garzón- que le servirán al ponente para el ejemplo filosófico de siempre, la mesa que ya no sirve, que se empeña o apaña, la mesa del rompecabezas, del mantel y del cristal líquido del ordenador en el que se escribe sobre la mesa en la que se posa un libro, una mariposa de noche, una mosca en la mesa en la que la niña se queja de la sopa, la mesa en la que los cuerpos se seccionan, tienen sexo y se aúnan.
Estas mesas quizá ya no son las mesas. Las mesas están en otra parte, dirá alguien por ahí, mesas que ya no se tocan del mismo modo, mesas que están sin estar, como ésta, mesa que actualiza la virtualidad de una mesa que viene.
En la mesa, decimos, cuando a veces queremos decir sobre la mesa.
Pregunta del mediólogo: “¿Sobre qué escribe usted?”. Respuesta habitual del interpelado: sobre el amor, sobre el desamor, sobre el amor perdido, sobre la vista a primer amor. Respuesta inhabitual: escribo sobre papel –duraciones del reloj de arena-, escribo sobre el teclado y la pantalla –duraciones del reloj digital-, escribo sobre mi cuaderno de notas, en mi notebook, sobre una mesa. ¿Por qué hacemos transitivos y transparentes nuestros medios de sustento? Para hacerlos so-portables, tal vez. Hasta el cuerpo, esto que somos-estamos como cuerpo, tiende a un olvido de sí para incorporarse al medio. El siglo XX quiso marcar este olvido de sí, intentó trazar una membrana-memoria entre la aparición y la desaparición del cuerpo, o bien indagó en los umbrales de corporalidad apareciente: la fatiga, la violencia física, el entumecimiento, la caricia, el dolor, los ritos de pasaje de un estado a otro, la afección y el afecto, la (in)movilidad (pause still), el ‘film’ (película, piel, pixel), lo velado y lo sobreexpuesto. Como en tantas cuestiones, el pensamiento del siglo XX se mostró aquí, a la vez, anoréxico y ob(s)esivo. El desafío de la desaparición y de lo inmanifiesto es el de la obsesión por la aparición y las manifestaciones. Memento interdicto: el momento en el que el cuerpo se ‘extraña’, tanto por su ausencia como por su presencia. Presencia que espectrea y que torna en ‘desencuentro’ lo que se presenta, el ser-delante-de, el ser-al-encuentro-de (prae-esse), el cuerpo como cuerpo extraño a la vista, al olfato, al tacto, al oído, al gusto. El extrañamiento del cuerpo ha sido sucesivamente trabajado desde la estética y el arte adaptando la estrategia de la siniestralidad. En último término, refiriendo casi siempre al sujeto o al cuerpo extrañado ante el objeto y, en menor medida, el objeto extraño o extrañado. Entendemos por ‘objeto’ todo el amplio espectro que va desde el tradicional objectum hasta el aparente no-objeto incorporal, pasando por el objeto-aparato, el objeto-dispositivo, el objeto-de-deseo, el objeto-cosa material e incluso el objeto-artículo o el objeto-partícula. Aquello que el pensamiento casi siempre ha considerado contra, ya sea porque se impone la defensa emancipadora de un sujeto pensante sobre el objeto subsidiariamente ‘necesario’ (y por tanto secundario), ya sea porque contra algo debemos apoyar nuestra gravedad, nuestra inclinación y nuestro impulso, sobre algo debemos escribir, aunque sólo se trate de una mesa. Lo que la ciencia ficción y el fantástico –esas revanchas del objeto- expusieron desde el siglo XIX no ha terminado de cuajar en la indagación filosófica y estética: el ser enfrentado al accidente de -y con- los objetos; la incorporación y la internalización de los objetos; la aparición o la sustracción violenta de los cuerpos y de los objetos en los umbrales de interrupción (incluyendo la falla, el cortocircuito); la colisión entre voluntad –intención factual- y medio –extensión artefactual- cuyo exorcismo siempre ha sido la risa álgida y nerviosa ante lo sobreexpuesto (lo cómico, lo irónico: golpeo la mesa porque me he golpeado con ella al caminar y, de golpe, paso a ser centro de mesa).
Cabría preguntarse si la división planteada por los lacanianos y seguida por Hal Foster ha terminado por decantarse sólo a uno de los polos del accidere. En efecto, nos hemos quedado del lado del trauma (volcados hacia los cuerpos-sujetos) en desmedro de –o acaso llevados por- la conmoción (de y hacia los objetos). ¿No es también parte de este desbalance la obstrucción del duelo (dǒlus) y la consecuente crisis del duelo (duellum) político? Si ya no podemos pensar los desafíos dolientes de lo insepulto, de la huella arrasada, de la exhumación e inhumación, en realidad, nada del aparecer, presentarse, ausentarse y desaparecer del cuerpo sin la extracción/protracción de lo técnico-objetual, ¿por qué no ocurre lo mismo con un pensamiento de lo político (y cuando decimos esto, también queremos decir la cotidiana ‘mediapolítica’)? ¿Por qué el pensamiento que decreta la muerte del sujeto y aquél que lo resucita se parecen tanto en su omisión al conflicto de los objetos y de la técnica? ¿Por qué el foco está en el daño que una ‘globalización de los objetos’ le causa a una ‘tribalización de los sujetos’? Esta es la polémica (duellum) de lo político en la que la estética y el arte algo tienen que decir y mostrar. Y no es una cuestión de incapacidad causada por las herencias de una metafísica de la ‘alta cultura’. Hasta autores como Zizek -quien ha mostrado algunas destrezas en los sobrevuelos a ras de piso- parecen lastrados por una dependencia a las políticas del sujeto y del significante que les hacen decretar la imposibilidad de una política del objeto (salvo, claro, si hablamos del objet à). Y acaso aquí se juegue lo que entendemos por crisis de lo democrático, en tiempos en que hay más objetos-artefactos que sujetos de facto, en que hay más imágenes-objetos que cuerpos que las asimilen. Hemos entendido la mayoría de las veces lo político desde la esfera del sujeto, en todo su rango: sea como liberación de una sujeción, sea como un diálogo consensual entre-sujetos, sea como diferendo y disrupción, sea como disolución o cristalización. El arte y la estética -desde el hacer y desde el qué-hacer-, ¿no nos muestran que lo político es también, o sobre todo, un pólemos con-junto-a los objetos? Dicho así, se tendría que permitir el neologismo. Pasar de una intersubjetividad a una interobjetividad. Virilio hablaría de trayectividad. Y sin la revancha moral de este autor, adscribiríamos a una trilogía para un pensamiento contemporáneo de esta relación de sujetos-entre-objetos: lo político, lo estético y el accidente. Lo que se arroja hacia, contra, con o sobre, lo que cae sobre, más bien, lo que sobreviene.
La pregunta por lo que sobreviene –desde el quo vadis a lo que viene mesiánico, desde lo apocalíptico a la bienvenida, desde lo programado a lo azaroso- es hoy pregunta y respuesta técnica (¿no lo fue siempre? ¿No ha sido el hoy y el fue una cuestión de administración de lo técnico?), y podría ubicarse en el interrogante por el modo, la manera -la estesia incluso- en la que este cuerpo que somos va hacia los objetos y esos objetos vienen hacia nosotros, a riesgo de accid-entis, esto es, ante la posibilidad de que eso-aquello que va y viene seamos nosotros, los objetos en los que estamos siendo. Se intuye por qué el pensamiento contemporáneo gira en torno a los bordes identitarios entre la máquina y el flujo de conciencia (aun cuando exista toda una corriente esencialista que insiste en el ser-sujeto, en identidades entre o contra sujetos, cuando la identidad radical se mide hoy con -y a través de- los objetos) y también se intuye por qué este pensamiento lleva hasta el límite lo que ha sido llevado ahí por las prácticas estéticas de los artefactos. La pregunta ‘cuánto puede un cuerpo’ ha sido reactualizada a ‘dónde puede (estar siendo) un cuerpo’ (sus posturas y posicionamientos, sus localizaciones) y a ‘cuándo puede (estar siendo) un cuerpo’ (desplazados los límites del nacimiento y de la muerte, pero también los de movilidad, organicidad y artificio). Pero esta reactualización no debiera desatenderse de la pregunta ‘dónde y cuándo puede (estar siendo) un objeto’.
El modo en el que los cuerpos y los objetos nos vienen o la manera en que nosotros –nosotros que, ya está dicho, podemos ser los objetos en los que estamos siendo- vamos con-otros (con los otros objetos, con los otros cuerpos) explicaría, tal vez, la relevancia -en una coyuntura de crisis de las distancias- de tratar las cuestiones del transporte (de los signos, de los cuerpos, de los objetos, de los conceptos, incluyendo la propia crisis del transporte por antonomasia, la metáfora); del trasplante y del traspaso; de la tradición (es decir, de la entrega) y de la traducción-recepción-conversión; del acceso, la conexión y el obstáculo; de los retornos (indisociable de lo no retornable) y de las salidas; de las transiciones, transmisiones y trayectos; de direcciones, directos y diferidos; de la crisis, en definitiva, de los intercesores, crisis del ducere, del llevar a en una era de re-pro-ducción. Esta ‘era’ que está siendo con dinámicas materiales diferentes a la primera reproducción, reclama repensar la in-validez de ciertas metodologías ante fenómenos en movimiento, para los cuales no basta con la deducción o la inducción. Y cuando decimos en movimiento, nos referimos a las particularidades sobre las movilizaciones: las inercias, ritmos e inmovilidades del movimiento contemporáneo. Una era en la que los objetos se mueven por nosotros, a pesar de nosotros. Muchas veces pasan de nosotros (así como nosotros pasamos de ellos, aunque lo correcto debiera ser reconocer que el uno pasa por el otro). Una era en la que, cual tiempo cronenbergeano, el cuerpo que trabaja se cuestiona si le sirve al instrumento-objeto, si está a su altura o bajeza. O dicho con otras palabras: el trabajo del cuerpo llega a ser producido por el objeto, y no a la inversa. Algo habrá pasado desde el pensador apoyado sobre su mesa, escribiendo a la luz de la vela o de la lámpara de gas, mirando a través de la ventana, y la pensadora o el pensador escribiendo a la luz de cabina en la mesa de pasajero de un avión, mirando a través de la ventanilla (la ventana de su ordenador o la pantalla sobre el asiento). Un algo que es más que una economía del desplazamiento, de los lugares de lo propio. Y ese algo que ha pasado -sobre un alguien, un alguien sobre un algo-, nos hará decir que tal vez ambos pensadores se sientan del mismo modo, pero no se sienten igual.

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