jueves, 22 de abril de 2010

Sobremesas (Parte Dos)


Antes -más abajo- hablábamos de metodologías. Toda mesa de Congreso es –o debiera ser- una puesta a punto de las circulaciones metodológicas. Sin embargo, sabemos, la mayoría de las veces apenas conseguimos vías alternativas, desvíos –seducciones- para evitar el atolladero o el rodeo en lo mismo. Ir a una mesa de Congreso (aquí la homología con el espacio político es válida) implicaría el riesgo de llevar-traer propuestas y programas, incluso si éstos resultan aporéticos. Lo habitual, no obstante, es realizar el acto sacramental de ir en busca de lo ya encontrado, confirmarse en lo dicho: es decir, un pensamiento doméstico, de casa rodante, sin salida del campus. Se trata de una cuestión de conducción, de técnicas de recorrido, planificaciones. Una voz escéptica resuena: “El plan ha muerto”. En urbanismo, varios apoyarían a esta voz. “El programa ha muerto”. En política y en pedagogía, la voz obtendría otros tantos respaldos. “El método ha muerto”. Hasta el escepticismo tendría su método. Contra el método, o crítica del discurso del método: algo habrá que decir sobre el método en una época de programaciones técnicas que afectan a lo político y al tándem estética-arte (cuestión de recepciones, de participación, de signaturas, autoría y autoridad, de representación y reproducción, de soportes y medios). No podría haber mayor contrasentido que una metodología tecnófoba. Tampoco se trata de alzar la bandera de un facilismo tecnófilo. Pero de igual forma que una centuria que se pretendió llamar a sí misma ‘visual’ terminó siendo de buen grado imagofóbica (y en el campo académico, heredamos el hábito teórico de los ‘ojos abatidos’, para parafrasear la expresión de Martin Jay), la cuestión técnico-objetual ha sido la mancha que dos purismos, en apariencia extremos y divergentes, han intentado conjurar. Por un lado, un purismo por la técnica, donde la máquina tecnobjetual es el vehículo y la meta que lleva al veloz sacrificio a las formas empolvadas y al sujeto encorsetado. En el marcador de disputas, aparecería ‘técnica contra cultura’. Por otro lado, un purismo de la técnica, en el que una denuncia de la administración moderna tecnocrática culmina en una apología de las ralentizaciones del terruño, y en las ensoñaciones de un aura –y de un aire- jamás acondicionado. En el marcador del encuentro, aparecería ‘cultura contra técnica’. O bien, con otros marcadores que cambian según la tendencia: flujo de conciencia vs. objeto; quién vs. qué.
Lo que estos purismos dejaron de vislumbrar y escuchar, es el rumor de las manchas, el hecho de que antes que el instrumento y el objeto-artefacto está el modo de una re-pro-ducción de esta disputa. Y sobre todo, dejaron de escuchar el ruido de la ‘zona gris’, donde la cotidianeidad de los consumos e insumos hace que, en ocasiones, sean los objetos (imágenes-objeto, por ejemplo) y no los cuerpos –no éstos, nuestros cuerpos- los que se mueven. He ahí nuestro lugar común: una animadversión sobre eso que se anima más que nuestras propias intenciones.
Para no traicionar la tradición de la clasificación, quizá tenemos que prolongar el hábito de direccionar y diseccionar ciertos lugares comunes. ‘Lugar común’ que, obviamente, no se entiende en sentido despectivo, sino como un topoi-aduana sobre el que se pasa –todos pasamos- como se hace con el demasiado transparente ‘sentido-común’. La noción de ‘medio’, por ejemplo. O la de ‘campo’. ¿El siglo XXI seguirá siendo el de los ‘campos’? Posiblemente. Pero a condición de que no se omita lo que está en medio de los campos, esto es, el traspaso complejo entre campo (champ) y fuera/dentro de campo (du champ). Por ejemplo, en la línea de una teoría sociológica, la potestad de la interdisciplina (‘encrucijada de saberes’ se llama otra mesa de nuestro Congreso) y el cerco y la fuga de los campus. Otro ejemplo: la transición desde Europa a América, que es también la de un cierto campo del arte y de la imagen a uno de lo audio-visual. El pasaje desde una época de los milagros, los territorios-estancias y las representaciones a la de los montajes, las instancias-ambiente y producciones. El pasaje del paisaje: de la naturaleza de lo ‘agro’ (ager, el terreno de cultivo) y de lo ‘rústico’ (rus, la vida de campo) a la de un paisaje de otra naturaleza (technoscapes, diría Appadurai). Pero este pasaje se ha desplegado como una ‘proyección retrospectiva’: el desencanto por este traspaso intensifica las ficciones del origen y de los retornos (al territorio, a la estancia, a lo rústico antiurbano, a las vistas del arte de paisaje antes de la máquina), en el fondo, a la naturaleza antes del giro en que deja de ser medio ambiente puro para transformarse en el impuro ambiente del medio. Quizá, por eso, sea en lo interurbano donde se batan estas cuestiones del arte, la estética y la política contemporáneos.
La pregunta ‘¿qué nos dejaron, qué nos dijeron, que nos mostraron los campos’ es la de lo contable (el paso de una progresión del relato a una sobredimensión de lo in-calculable) y es inseparable de un siglo que enfrentó un recorrido complejo del campo-encuadre y del campo-emplazamiento-instalación. Entre ambos, casi siempre estuvo el estado de los cuerpos, aunque nosotros también querríamos decir el estado de los tecnobjetos que los dispuso. Ya sea leído como hormigueo de cuerpos y objetos (las piñas, las turbas, las masas, los grupos), como lo saturado o lo demasiado (lo camp, podría decir Sontag); ya sea leído como campo explanado y allanado, como evacuación, hueco o minimización, el vaivén de estas cuestiones ha sido el de una política y una estética de los campos. Ahora bien, esto implica debatir si consideremos que toda política y toda estética se mida por un campo: el de exterminio. Aunque es un trance fundamental para entender el tránsito crítico de una re-pro-ducción y de una representación enfrentada a su límite defenestrado (en otras palabras, lo que ha significado ir al campo, venir del campo, entrar y salir; que casi siempre se decanta en una venida trunca, una salida sin liberación), parece cuestionable inclinarse por una ley de epifanía invertida, un nomos que cope todos los campos-de-tránsito y de espera como campos de excepción, en un absoluto que los herederos de Agamben han llevado más lejos que su inspirador. De hecho, parece muy difícil que una tendencia estética y política de este tono consiga pensar la inter-zona que va desde la concentración a la evasión. Este es un aspecto que supera a estas líneas y que incluiría detenernos, acaso, en los campos de la conciencia. Baste con decir que podría hacerse una mesa que se titulara, simplemente, ‘cárcel’. Mucho del pensamiento político y estético del siglo (o los dos polos finiseculares, los del XIX y XXI) han sido un pensamiento y una estesia en y del 'cerco'. Esto es lo que nos pena, incluso en las más altas ‘alegrías’ del existencialismo y la condena de ser libres. Más adelante podríamos intentar dirimir si esto se ha intensificado en una era del violento a-lejamiento y a-cercamiento (de los cuerpos, los prójimos, de los objetos, próximos), era de las caricias y conflictos del adjetivo-sustantivo close. Se inventaron las estrategias del salto, las ceremonias de la cercanía y de la lejanía, incluso el deseo y el suspense alimentado con la lógica del impedimento o del cartel de no traspassing. Pero también se inventaron los delirios de liberaciones infinitas. De modo que la centuria pudo conocer e invocar la ambivalencia política y estética del obstáculo (del cuerpo, del objeto, de lo real, entre otros) y transformar la querella de las instancias de intermediación en su lugar común.
El obstáculo, la suspensión, el síncope, lo intransitivo: la irrupción del interruptus. Aquí podría signarse la agenda del arte, la filosofía, la estética y lo político, en la ruta hacia la conceptualización de lo inconcebible. Ante el concepto inconcebible, se asumieron varias tendencias, pero quizá las más llamativas sean las cercanas a lo abortivo-desfalleciente y las centradas en lo natal-conceptivo. Digamos, un ecograma Cioran-Arendt. En la ruta del parto y la partida (el más allá, la sobrevida, la sobremuerte) del Arte contemporáneo, incluso más importante que los ‘intercesores’ (artistas, estadios intermedios económicos e institucionales, la crítica, la recepción, los medios de transporte, la enseñanza, etc.) han sido los ‘interruptores’. Lo decimos tanto desde el punto de vista tradicional de la inclinación del sujeto (donde el autor-quien dirige o conduce una cierta voluntad de interrupción sobre el lenguaje, la recepción, el campo artístico o la idea de obra-texto) como desde la declinación del sujeto por el objeto (donde el factor-qué es el que interrumpe a la autoría y la recepción, determina la conducción al modo de un cortocircuito que interviene sobre el lenguaje, el campo artístico y la práctica de obra-tecnobjetual). Mano-de-obra enfrentada a nuevas maneras, a diversas dinámicas materiales y dígitos. En este fuera del campo (du champ) habitual, el flujo de conciencia debe adaptarse como si de una ergonómica se tratara al objeto que le predispone. He ahí lo inconcebible de la mal trabajada ‘salida’ del arte objetual en el arte de concepto.
Para este ‘lugar común’ de la interrupción, el autor-factor Duchamp. No el Duchamp ‘artista-agente’, sino la instancia a la que la filosofía del arte y la estética van para lidiar con los inconcebibles habituales. Ya no tanto las sospechas habituales (sobre-quién es esto) sino los nuevos factores (sobre-qué es esto), cuando la interrupción lleva al arte a su in-utilidad (¿cómo de un para-algo hemos llegado a un para-esto?). Sobre-esto, sobre el ‘qué’, la estética (desde el ámbito filosófico) ha visto en el factor Duchamp la tradicional querella entre el sensible y el inteligible o entre el percepto y el concepto. El desprendimiento retiniano de su interrupción, opera una suspensión de la estética (en tanto lectura que se dispone sobre esto con categoría externas o sobresignificadas), mientras el factor Duchamp trabaja en el umbral de una inmanencia de la práctica, como lector-ordenador dentro o desde el objeto (‘anestética’ para Pablo Oyarzún, ‘inestética’ para Alain Badiou). Y de ahí, el gusto de un ‘pensamiento’ que se alza sobre: de las imágenes a las visibilidades, de las palabras a los enunciados. Una estética de lo indispuesto. Ya no será fácil ir sobre la mesa-pedestal dispuesta para soportar la obra sin chocar con la mesa misma. O mejor dicho: ya no se podrá ir hacia o volver desde sin ser revuelto por el accidente de la experiencia o sin el cuestionamiento del punto de vista, del pre-juicio sobre algo, sin el entredicho de la normalidad de una perspectiva que nos ha hecho siempre mirar a través de la ventana y no el acontecer de la ventana misma. El factor Duchamp no está lejos de un aparecer del ‘medio’, que desde Régis Debray a Jesús Martín Barbero, buscará tomar posición ante el proverbio que reza más o menos así: "Estúpido es el que no mira a la Luna, sino al dedo que la indica". Pues bien, hay mucho de fría estupidez en el factor Duchamp. La estética que pasará por esta factoría ya no podrá eludir trabajar sobre el ‘absurdo’ (el absurdus, el golpe en el equilibrio del oído, el vértigo, la sordera y la disonancia) y lo ‘aberrante’ (lo vago y desviado, lo que falla y erra como juicio). Pese a este llamado a aberrarse, la Estética respondió –y acaso lo sigue haciendo- con un ‘aferrarse’: a las categorías del arte de antes del golpe al oído y antes del desprendimiento retiniano. Factor-recorte. Habría que hacer toda una secuencia del montaje del corte, desde Van Gogh a Lynch, pasando por Duchamp, Buñuel, Hitchcock, Fontana y Charles Burns. Factor-orificio. La boca, la puerta, la mirilla, el sexo y la ventana. Factor-pantalla. Ventana y ventalla. Fresh widow, french window. Fuera del campo de los parónimos. El arte y el siglo como pantallazo: dilema entre opacidad y lo trans-aparente. El siglo y el arte como pan taleare, corte-del-todo, fragmento.
Creyéndonos inteligentes, quedamos estupefactos ante la estupidez, ante ‘el tupido velo’ que buscamos siempre desgarrar, torpes de respuesta ante lo que está ahí. No habíamos visto la ventana, la pantalla; a lo más habíamos hecho pantalla (cubriendo nuestra inoperancia con una sobresignificación, como en estas líneas). ¿Y la ventana? A través de ella, otra vez, hemos querido visibilizar el viento, el aire, el soplo, la ceniza, el cloud postindustrial de la red, en una época de aura acondicionada. ¿Pero la ventana, la ventana en la mesa que hace de pantalla? Hay ventanas ‘ojo de vidrio’, ‘ojo de pez’, circulares, ovaladas. Desde lo paleomoderno hasta lo posmoderno, sin embargo, el círculo ha sido dispuesto en la cuadratura. Es la ortogonalidad tan poco pensada. Atisbos, ventanas, marcos, encuadres entre una cosa y otra (Barthes, Shapiro, Stoichita, Virilio, Hernández, por nombrar algunos). Perdidos en los encuentros de lo extraterrestre, lo teníamos de este lado: mientras escribimos en la página de cristal líquido, en la pizarra, mientras leemos la hoja de nuestra comunicación, en el libro impreso y en las esquinas del edificio, frente a las butacas, en esta con(tra)natural postura en la que estamos siendo mientras pensamos y sentimos.
De modo que si hasta lo de-jecto, las proyecciones, el ser, fueron defenestrados (arrojados por la fenestra, la ventana), no queda más que hacer caso al objeto-ventana. La ventana, el campo (champ) y el fuera de campo. El dintel, el limen (la entrada-salida, el acceso, el umbral de pantalla) y el limes (lo que está entre dos campos). La materialidad de la ventana. Pensar con du champ, dónde colgar, colocar y dis-poner(se ante) el objeto. Dónde se coloca el veedor y el auditor del arte. Lugar común: crisis de la distancia crítica. Si el siglo fue el de la querella de los inter-medios y el de la ambivalencia del obstáculo, también lo fue del accidente de la distancia, ya fuera para abolirla o para mantenerla y aumentarla: entre los sexos, entre el sujeto y el objeto, entre lo real y su sombra-doble, entre el espectador y el escenario. En su libro Pantalla Total, Baudrillard no tendrá dudas, como es habitual en él: en los tiempos de la fotografía y el cine (que son los de Benjamin, Heidegger), todavía hay escena y mirada; en los tiempos del propio Baudrillard (que de alguna manera quiere cerrar las herencias sobre la distancia, que incluyen también los tiempos televisivos y espectaculares de McLuhan y Debord, los de la inmersión en ordenadores de Virilio, etc.) ya sólo queda preguntarse si asistimos al fin de la ilusión estética. El ‘eclipse’ de la distancia ha estado muy ligado al análisis de la alienación, con distintos énfasis, sea en Marx, Adorno, o en el distanciamiento del teatro ruso y alemán. Pero lo que no se remarca habitualmente es que tanto la crisis de las distancias, como el análisis de la alienación –o el de la expropiación- se activa en el contexto de una tríada indisoluble: capital, técnica y, especialmente, democracia. En efecto, basta leer los alucinantes análisis estéticos acerca de la pintura que nos dejó Ortega y Gasset o varios de los pasajes de la estética adorneana (por mencionar dos casos de un amplio espectro político ‘conservador’ en estos temas) para saber que el énfasis está en el estupor ante el ‘número’, ante lo mucho-acercado, ante la originalidad reproducida como copia, en otras palabras: ante lo in-distante como in-distinto. Una mesa así tendría que ser la de la distancia ante las masas, o mejor, ante lo masivo. El efecto en una crítica que pasa progresivamente de los ritmos de la estancia en perspectiva a la inmediatez de la instancia masiva, es similar al vértigo hitchcockeano –ese travelling back al mismo tiempo que el zoom in- en el que es difícil lidiar con el acercamiento-alejamiento: mientras más se acerca el objeto, más se nos aleja (por la huida al refugio del flujo de la conciencia o a la imagen-mental).
Ahora bien, la cuestión de la distancia como desafío del dis-poner(se ante) el objeto, viene mermado por una actitud estética -¿y también ética ante lo otro?- del enfrentamiento, esto es, del en-frente, de la frontalidad proyectiva, de lo medrado como adelantamiento. Y sin embargo, una estética contemporánea debiera pasar al emplazamiento de una audiocularidad, donde el punto de vista lo sea también como punto de escucha (M. Chion), como circunstancia-envoltura de sentidos entrelazados. A la relación entre cuerpos y objetos no se le puede ‘dar la espalda’ porque el cuerpo completo ya está dado y objetado. En este plano circundante –espumoso diría Sloterdijk- hay que releer los giros del arte sobre sí, los rodeos y los circuitos de una centuria de lo auto que se carga demasiado a la esfera del sujeto (autopoiesis, autonomía, autoconsciencia) y que olvida al objeto automático que lo ha desafiado a pensarse.
Habría que distinguir –y no tenemos el espacio para eso- entre la autoconciencia como una ‘liberación’ ante las transparencias en los procedimientos espectatoriales, y la decepción clausurada en la que derivó el quehacer artístico, el trabajo interpretativo y la labor intelectual ante estas acciones del arte sobre el arte. El texto sobre el texto, que es en realidad la obra dentro de la obra, terminó siendo comprendido como un ‘intermedium’, como definió Eco la retroalimentación sin ‘exterioridad’ de los medios que se autorrefieren, donde los protagonistas son los propios periodistas, los titulares lo son de lo que acontece entre los medios, y así. El gesto del cine dentro del cine, por ejemplo, no era para Deleuze una declaración de falta de historias (es el argumento de Wenders: el cine cuenta su propia historia cuando ya no puede contar historias, menos la Historia), sino un ingreso en la tradición de toda una modernidad, desde Hamlet, esto es: una indagación en la vigilancia, en la conjura, en el complot. No podemos desvelarnos aquí sobre este ‘tono’ de gran parte del pensamiento y las practicas contemporáneas (no sólo ‘francesas’, hay que decirlo) acerca de este gesto del texto sobre el texto, del arte dentro del arte, desde una lectura de la “totalidad como conspiración” (Fredric Jameson, pero también una progenie del reciente pensamiento italiano y latinoamericano de izquierdas y derechas). ¿Se explica esto por la incapacidad de trazar el eje –contrafáctico, probablemente- de lo de ‘dentro’ y lo de ‘fuera’ en la circunstancia del Capital? ¿Entendemos de esta manera que el siglo haya sido a la vez claustrofóbico y claustrofílico? ¿O la conjura en el pensamiento del arte fue siempre a la vez, el gesto de una evocación (invocación, acaso) co-inspirada y el de una expulsión mediante el conjuro (expulsión de las relaciones con la mercancía, con la técnica, con los afectos, con lo político)? Dejamos estas preguntas aquí. Lo que es inevitable es la revuelta sobre lo mismo. Volvemos –aunque el dictum contra el retorno de Rancière no lo admita- de otro modo (con otros medios) a los mismos lugares de siempre, esto es, la relación entre escena de crisis y escena del crimen que puede modificarse por esos medios y no tanto por retornos de lo mismo desplazado: lo sublime, lo impresentable, la escena originaria de partición, etc.
Vuelta sobre sí: desde la Estética y la Filosofía del Arte, ¿hemos cumplido con los cuerpos y no con los objetos? Difícil plantearlo así, máxime cuando todavía el ideal de un cuerpo impoluto recorre muchos espacios académicos, cuando no podemos desprendernos de una deuda evidente de los restos y de las huellas del cuerpo (deuda de evidentia) que es inseparable de un contexto de ‘economía’ de la deuda de una corpor(e)alidad (corporeality) que transforma las culpas del ayer en las deudas del mañana previsto (deuda de previdentia). Pero también es difícil plantearlo así porque se nos complica el umbral entre cuerpo y objeto. ¿Sobre qué hablamos, si decimos que hay que tratar ‘en carne y hueso’ un siglo que lo ha sido de una intensidad y odisea del hueso, que ‘es lo muerto en tanto que es en lo vivo mismo’ (Hegel consideraba que había que superar el hueso y no quedarse en él) y que marca el límite de una cosa-objeto, un límite de la humano entre exhumación e inhumación, entre espíritu y una estratificación del spectare (espectáculo, respeto y espectralidad del hueso), entre evidentia y previdentia, entre exposición e in-situ de la disposición, entre adentro y afuera, tierra y aire (la nube ósea). El arte lo ha sido de la presencia y ausencia como osamenta y el discurso mortecino que ha desprendido desde hace tanto tiempo -¿tanto, realmente?- quizá es el de un acto de reconocimiento sobre el estatuto de su límite de identificación (por ejemplo, en el paso de la consistencia de la astilla-marmórea a la codificación genético-numérica), de ahí la arqueología y el afán médico-policial de sus registros más repetidos. Que el tono de este reconocimiento asuma el sentir de una convalecencia permanente –o un espasmo por lo esphasme, por lo que bloquea la manifestación en el arte-, la tonalidad de una práctica de los restos y de un ‘dolor de huesos’ habla mucho de un espíritu de época. El problema es cuando el pensamiento sobre el arte se siente como artrosis en esta coyuntura, como un fallo de articulaciones. Una cierta inmovilidad, digamos. ¿Qué hacer?, la pregunta política; ¿cómo hacer?, la pregunta estética, ya no pueden saltarse el dilema técnico de eso que roe el hueso como límite entre sujeto-cosa-objeto. Ese es el rodeo en el que nos encontramos. No tanto en la esfera del sujeto, sino con esos objetos que nos enciman y nos colocan sobre-encima. El sitio de los objetos. Lo que nos asedia y nos acidia y que deja al sujeto como un separatista conservador que busca restaurarse en su posición, a pesar de que sabe que las velocidades de la economía y de los tecnobjetos transforman ese gesto en mera suposición o superstición.
El objeto y el cuerpo pasado por rayos X, por fotometrías, por escáneres, ¿no sería eso lo que el gesto del ‘pensador’, apoyada la mano sobre su quijada o sobre su cráneo ardiente, debiera atender? Si el arte –eso fueron los ‘ismos’ de las vanguardias- hizo su ecografía y su fotografía, descomponiendo las geometrías de la materia de una mesa, las ‘esencias’ tecnificadas, ¿por qué la filosofía no se haría cargo de su pasar y su pensar por el eco gramma? La historia de la filosofía aceptó ser equivalente a una ontología, a una fenomenología del ser originario. Pero lo que se ha verificado, en el accidente de la conciencia enfrentada al objeto, es una fenomenología como producción técnica del aparecer y el desaparecer. No obstante, contrariamente a lo que se sostiene con demasiada facilidad, no hemos abandonado la estancia ontológica: la hemos intensificado, hasta disolverla y radicalizarla, literalmente hasta transformarla en una odontología, con la capacidad –o la pretensión práctica- de intervenir, penetrar, inspeccionar, extraer esa fuente-placa o interioridad del intimus donde la fenomenotecnia no abandona las ficciones del fondo, de lo profundo, del detrás, de la latencia. El siglo XX sacó patentes e hizo patente: pero también produjo la obsesión por el des-ocultar.
Esta odontología, cómo no, es inseparable de una dermatología: iría ahí donde se problematizan las hendiduras, las explicaciones, el despliegue de las comisuras. ¿Iría a la boca? ‘La mesa y la boca’ podría decirse de esta presentación. Así como nuestra convocatoria ‘visual’ del Congreso ha tenido a la puerta en tanto comisura, la mesa podría ser el lugar de la aporía, de la oportunidad, del ostium. Quizá el siglo buscó bocas en otros orificios que no tenían posibilidad de articularse. Buscó hacer hablar (a veces forzando confesiones) lo que se resistía a nombrar. Rosebud. El pensamiento del arte, la estética, la arquitectura, la política –como antes la teología y después el psicoanálisis- no estarían tan lejos de ser todas instancias de administración de orificios. Tapadura y horadación del diente. Ya sea como falta, como carencia, como compensación, como plenitud o saturación. Umbral lábil y labial de lo que inspira y expira, de lo que vomita y bebe, de lo que mastica y besa, de lo que calla, tartamudea o dice. Estoma del saber y del sabor, de lo crudo y lo co(no)cido. Mueca, sonrisa, grito, gruta. Incorporación y desincorporación. No podemos extendernos más, pero baste decir que pensar el siglo XXI desde la crisis es situarse después del estrago: la dificultad que tuvimos para tragarnos –digerir- algunas cosas.
El pensamiento –no sólo el filosófico, el estético o el artístico: también el histórico y el político- acepta a regañadientes estas cuestiones, salvo cuando hay que cumplir con la cuota de ‘excedentes’ del pensamiento, para calmar las demandas ‘infantiles’ o jocosas –así lo entiende la intelligentsia- sobre estas cuestiones de poco peso y no parecer ajeno a la ‘moda’ de las ‘rarezas’. Algo se ha dicho en el último tiempo sobre la importancia del ‘peso del pensamiento’, sobre pensar el peso en una época que se queja a la vez de las pesadeces del discurso y de su liviandad (cuando pone en práctica, al mismo tiempo, una ‘obsesión’ por el aumento y la evaporación del peso de los objetos, los cuerpos, los conceptos). Pues bien, habría que preguntarse si, por no admitir estas ‘bajezas’, el pensamiento conseguiría estar a la ‘altura’.

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